Saturday, 30 June 2018

El camino al asilo

Alice Driver | Longreads | Junio ​​2018 | 21 minutos (5,300 palabras)

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“Quiero terminar la primaria.” — Karla Avelar, 40 años, fundadora de la Asociación Comcavis Trans, que lucha a favor de los derechos LGBTI en El Salvador.

* * *

“Mujeres, no se dejen engañar” vociferaba el cansado predicador de ojos amarillentos, su sombrero apuntaba hacia adelante con dramatismo, ideal para su sermón sobre ruedas, el cual duró todo el camino desde San Salvador, capital de El Salvador, hasta Ciudad de Guatemala. El hombre recorría el pasillo y se detenía a tocar a mujeres y niñas en la cabeza o en el brazo. “No dejen que los hombres las engañen” gritaba elevando su biblia tan alto que las gastadas hojas rozaban el techo del autobús. Sin embargo, no tocó a Marfil Estrella Perez Mendoza, de 26 años. La joven descansaba contra la ventana su rostro redondo y lleno de esperanz y observaba lluviosa mañana gris mientras el predicador pasaba a su lado sin ponerle la mano encima. ¿Cómo se dice asilo en inglés? preguntó Marfil en un susurro.

Marfil Estrella nació en Cuscatlán, El Salvador, en un cuerpo que nunca sintió suyo. Al nacer se dijo que era varón, y a los 15 se declaró gay ante su familia, quienes, en respuesta, optaron por desconocerla. “Me dijeron que era una avergüenza para mi familia, que me olvidara de que tenía familia, que me olvidara de ellos, que me fuera entonces,” explicó. Como le sucede a muchos miembros de la comunidad LGBTI en El Salvador, su familia la echó a la calle y sus estudios se se interrumpieron de manera repentina cuando cursaba tercero de secundaria, pues no tenía el dinero necesario para seguir estudiando. Huyó a San Salvador y se quedaba a dormir en los parques, donde conoció a otros chicos gays. “Vi a una persona transexual y dije ‘yo quiero ser como ella, quiero ser como ella,’” relató. Durante la época en que Marfil vivió en la calle, dejó crecer su cabello y empezó a vestirse con ropa de mujer, pero no tenía un medio para ganarse la vida, por lo que comenzó a perder mucho peso. Con el tiempo se convirtió en trabajadora sexual, que es una de las pocas alternativas que tienen las mujeres trans de El Salvador para ganar dinero.

Al no tener dinero ni atención médica para llevar a cabo su transición, Marfil Estrella hizo lo que muchas jóvenes trans hacen: pedir consejos a sus amigas de la calle. “Veía que mis amigas se inyectaban hormonas, se inyectaban y yo les decía ‘y ¿cómo le hacen para tener senos?,’” explicó, pero como no contaba con dinero para comprar hormonas, dio el primer paso dejándose crecer el cabello y vistiéndose como mujer. “Empecé con los pantalones de niña y andaba entre niña y niño, camisas de hombre y pantalones de niña, y así poquito a poquito, porque también me daba miedo la gente. Me daba bastante temor cuando la gente se me quedaba viendo así, como raro, como un bicho raro. No fue mi mejor momento cuando estaba en transición, estaba entre ser y no ser, entre ser un niño o una niña,” explicó. Sus amigas le sugirieron que se inyectara una sustancia desconocida en los pezones; un procedimiento común y barato que se suele hacer entre amigas y al que recurren las mujeres trans que buscan desesperadamente sentirse más cómodas con su cuerpo. Tras recibir las inyecciones, Marfil tenía sudores fríos nocturnos y empezó a preocuparse, pero sus amigas le aseguraron que la fiebre era normal y que sus senos crecerían muy pronto. Sin embargo, los días pasaban y Marfil no veía ningún cambio, así que le pidió a otra amiga que la inyectara cuatro veces más. “En la noche fue doble calentura, fiebre, de todo, dolor de cabeza, sudaba… y de eso ya después me aconsejaron que no siguiera haciéndolo porque era muy, pero muy peligroso para mi salud”. Después de esa experiencia empezó a inyectarse los glúteos con algo que creía que eran hormonas, lo hizo sin receta alguna o ayuda de un profesional. Aunque en teoría las personas trans en El Salvador tienen derecho de acudir a un médico, en la práctica los doctores suelen negarles atención médica. Marfil Estrella compartió casos de mujeres que se inyectaban aceite, silicón, entre otras sustancias; y también habló sobre una amiga que después de haberse inyectado aceite, sus senos comenzaron a “pudrirse, amoratarse y supurar pus blanca.”

Karla Avelar, de 40 años y fundadora Comcavis Trans, ONG que ofrece servicios y apoyo a la comunidad LGBTI en El Salvador, fue quien quiso presentarme a Marfil Estrella. Una noche, Karla guió a un taxi por las esquinas en donde pensaba que Marfil podría estar trabajando. Nos cruzamos con mujeres trans que se movían entre las sombras, ataviadas con ceñidas blusas sin tirantes y faldas coloridas. Después de un rato encontramos a Marfil en una de esas esquinas, llevaba un vestido negro que le llegaba justo debajo de los glúteos y plataformas que le hacían juego. Cuando la invitamos a tomar un café, sacó unos pantalones de su bolso y se los puso.

“Me voy en el autobús de las 3 a.m.” dijo Marfil, en su cuello pude ver una cicatriz blanca y gruesa que era visible bajo las luces fluorescentes de Mister Donut, un lugar popular en San Salvador. “Espero tener un negocio, un restaurante, trabajar, no sé… algo diferente, ya no quiero vivir la vida que llevo, quiero estudiar, ser alguien en la vida,” dijo la joven. A su lado estaba Karla, sentada en un banco y con una dona azucarada entre los dedos; su cabello era rizado y salvaje e irradiaba empatía. Ella fue una de las primeras mujeres trans en El Salvador que hizo pública su situación como portadora de VIH por razones políticas. Además, ha ayudado a mujeres trans como Marfil Estrella a llevar a cabo el papeleo necesario para solicitar asilo en Estados Unidos. Una noche, mientras regresaba a su casa del trabajo, Marfil Estrella fue atacada por un hombre con un pica hielo, pero esta es solo una de las tantas historias de una vida llena de violencia. “Le doy gracias a Dios que estoy viva y contándolas,” dijo Marfil Estrella.

En Mister Donut, mientras estaba frente a Karla, le pregunté a Marfil Estrella si podía acompañarla en su viaje hacia Estados Unidos. La joven, que ya había tratado de emigrar sin éxito debido a la violencia de la que fue víctima, me dijo que mi presencia la haría sentirse más segura. Acepté ir con ella en autobús hasta Tapachula, México, en donde planeaba quedarse unos meses arreglando sus papeles para atravesar el país de manera legal. Karla, que había ayudado a Marfil en el proceso de solicitud asilo, dijo que aún recordaba lo que la joven le había dicho el día que se conocieron. “Quiero irme de acá porque las calles en este momento son una bomba de tiempo, y yo no quiero quedar tirada en la calle, como han quedado muchas; quiero buscar mi libertad, mi tranquilidad”.

De acuerdo con un estudio realizado en 2014, la esperanza promedio de vida de una mujer trans en el continente Americano es de 30-35 años. Las mujeres trans constantemente tienen que enfrentar situaciones de violencia sexual, y para Karla no ha sido la excepción. Ella entendía la situación de Marfil Estrella, y también supo leer sus cicatrices como si fueran un libro. Nacida en 1978 en Chalatenango, Karla supo desde muy joven que era una niña, pero su familia no apoyó su identidad. Cuando tenía 10 años su primo abuso de ella en dos ocasiones, por lo que escapó de la violencia que vivía en su casa y se refugió en las calles de San Salvador. Durante sus primeros seis meses en la ciudad sobrevivió hurgando en la basura en busca de comida. Posteriormente encontró un empleo como trabajadora doméstica, en donde se le ofreció un lugar donde quedarse, pero el hijo de la mujer para la que trabajaba también la violó. Un día, mientras hacía algunos encargos en el vecindario donde trabajaba, cerca de 15 hombres de una pandilla la rodearon y la violaron.

Poco tiempo después de ese suceso, Karla se hizo amiga de una mujer trans que le enseñó el oficio del trabajo sexual, el cual le ofrecía una alternativa para ganar dinero y, al mismo tiempo, le daba una cierta sensación de control sobre su cuerpo. Al recordar esa época, Karla reflexionó: “A pesar de tantas cosas pues yo creo que lo que había era voluntad, ganas de vivir, ganas de luchar, y eso pues te da la fuerza de sobrevivir a una y otra cosa, una y otra vez, aunque la gente te quiera hacer ver que estás en el lugar equivocado y que sos una aberración, y te ataquen por el simple hecho de tener una orientación sexual y una identidad de género diferente a la heteronormativa”.

En su adolescencia sobrevivió al ataque de un hombre que encajaba con la descripción de un asesino serial conocido como el Matalocas, uno de los tantos asesinos seriales que han surgido en El Salvador de los últimos años y se han dedicado a exterminar a la población de personas trans. El hombre le disparó nueve veces, hecho que la mantuvo internada en el hospital en estado de coma durante dos meses. Cuando salió del coma, el doctor le informó que era VIH positivo. Cuatro años después, se rehusó a pagar la extorsión que los miembros de la pandila MS-13 demandaban de todas las trabajadoras sexuales, razón por la que recibió otros cinco disparos. Sobrevivió, pero al poco tiempo ella y otra amiga trans fueron atacadas por tres hombres que trataron de asesinarlas. Durante el ataque, Karla apuñaló a uno de ellos en defensa propia. Sin embargo, por haberse defendido, fue sentenciada a cuatro años de prisión en la cárcel para hombres de Sensuntepeque. En su opinión el juez, influenciado por sus creencias religiosas, no fue capaz o no quiso reconocer la violencia que una joven trans como ella sufriría dentro de la prisión. Karla tenía miedo sobretodo porque conocía a algunos de los prisioneros; pandilleros que en otras ocasiones la habían violado, apedreado o tratado de matar.

Karla cuenta que sufrió abuso sexual casi todos los días durante cuatro años, desde que empezó su encierro hasta que fue liberada en 2002. También se le negó atención médica, una problemática común entre la población trans en prisión. “Cuando salí de prisión pesaba 34 kilos, era puro hueso. Tenía VIH en estado avanzado, tuberculosis, sífilis, herpes y hepatitis, así como otro montón de cosas de las que ya ni siquiera me acuerdo”, relató en su oficina en Comcavis Trans. Su madre, una católica devota que reparte tarjetas con fotos y frases de santos a todo el conoce, la cuidó hasta que sanó. Tras años de distanciamiento, las dos se volvieron a acercar.

Mientras tomábamos café en un centro comercial, Karla me platicó sobre la fundación de Comcavis Trans en 2008. En un principio, su misión era ofrecer ayuda a las mujeres trans con VIH, pero después el apoyo se extendió a toda la comunidad LGBTI: “al final lo que terminó definiéndome como defensora de derechos humanos fue haber conocido la cárcel. Fue ahí donde realmente conocí la cruda realidad y el dolor que puede causar la discriminación, pero no solamente la discriminación, sino también la fuerza, la falta de voluntad y la falta de compromiso de un Estado para garantizar los derechos humanos de todos sus conciudadanos,” explicó. También dijo que desde agosto de 2017 ella y sus siete colegas de la ONG han ayudado a 132 miembros de la comunidad LGBTI y, repentinamente, añadió “Creo que tengo cáncer”. Cuando le pregunté por qué creía eso, se abrió el cuello de su blusa y me mostró la carne de sus senos, llena de cicatrices y llagas que le habían salido por haberse inyectado algo que ella creía era una especie de aceite. Después se puso de pie y se levantó la blusa, dejando expuesta una cicatriz gruesa y abultada que atravesaba su estómago interrumpida solo por otras marcas, las de las balas. “Si no crees en mis palabras, mi cuerpo lo cuenta todo.”

Como parte de su trabajo, Karla compartió con Marfil Estrella y otras mujeres trans información sobre los documentos que necesitaban para poder emigrar: una solicitud de pasaporte; copias de documentos policíacos y judiciales; y un plan de cómo pensaban cubrir los costos para trasladarse a Estados Unidos. En el tema de migración, Karla comentó “no solamente se trata de esclavitud moderna, sino de esclavitud sexual”, y comenzó a discutir el papel del tráfico de personas, mismo que, en el caso de las mujeres trans, suele traducirse en secuestro y en prostitución forzada. Marfil Estrella había tratado de migrar con anterioridad, pero debido a la violencia sexual de la que fue víctima, regresó a El Salvador ni bien llegó a Tecún Umán, Guatemala. Karla, que ha escuchado muchas historias de mujeres trans, comentó, “la violación de derechos humanos no termina cuando esta persona sale de su país. Yo creo que es ahí donde apenas inicia, porque la ruta migratoria es una ruta cruel. Hay un montón de factores, o sea, cuando esta persona es una persona LGBTI indígena, LGBTI con VIH, extremadamente pobre, analfabeta, puede ser sometida a explotación sexual, explotación laboral, etcétera, etcétera; trabajo no remunerado, tortura, secuestro.”

Después de llegar al cruce de Tecún Umán, Guatemala por la noche, Marfil Estrella cruza el río Suchiate en una balsa y llega a Ciudad Hidalgo, México.

Aunque los migrantes de la comunidad LGBTI que habían llegado a Estados Unidos tenían más derechos legales, Karla estaba preocupada sobre la postura política de Estados Unidos con respecto a los problemas de esta índole, explicó: “No quiero quizá ser tan enfática de decir que la decisión que tomó el Señor Trump en relación a desaprobar los derechos humanos de las personas LGBTI es la única causa de esta situación, pero está dejando como resultado un retroceso de derechos humanos. Otros países podrían replicar las acciones que en este momento se están haciendo por parte de este funcionario.”

Eran las 3 a.m. cuando llegué a la estación de autobuses de San Salvador. Marfil Estrella estaba sentada en una silla de plástico verde, su rostro y sus pendientes largos y adiamantados brillaban ante la luz de la pantalla de su celular; había pasado toda la noche haciendo trabajo sexual para tener más dinero para el viaje y no había dormido nada. Cuando subimos al autobús que nos llevaría de San Salvador hasta la Ciudad de Guatemala –un viaje de seis horas– ella miró a su alrededor escudriñando a los pasajeros en busca de alguna señal de peligro. A medida que el autobús avanzaba en medio de la oscuridad del amanecer comenzó a llover, y Marfil Estrella se puso a contemplar el paisaje a través de la ventana con una mirada llena de ternura y nostalgia.

Al cruzar la frontera hacia Guatemala tuvimos que bajarnos del autobús y presentar nuestros pasaportes. Caminar a lado de Marfil Estrella producía una especie de cosquilleo, una sensación de que todos los ojos del lugar estaban puestos sobre nosotras, lanzando miradas de repulsión o deseo. Los hombres pasaban rozandola o se le acercaban a susurrarle cosas al oído. En Ciudad de Guatemala el autobús se detuvo repentinamente en un estacionamiento y los pasajeros comenzaron a descender. Cuando salimos, los cambiadores de moneda, hombres con las manos llenas de billetes, nos rodearon como buitres. No esperabámos terminar en una pequeña estación de autobuses sin opciones para trasladarnos a Tecún Umán, que es donde íbamos a cruzar la frontera de México.

Una señora que había estado sentada cerca de Marfil Estrella en el autobús le preguntó si necesitaba ayuda y ofreció acompañarla a la siguiente estación de autobuses en cuanto llegara su amiga. Después de un rato, todos los pasajeros se habían retirado y solo quedaban aquellos hombres hambrientos de dinero, nos observaban. Un joven que sostenía un celular con dirección a Marfil Estrella se desparramó en una silla de plástico cercana, mientras que ella caminaba de un lado a otro. Nos empezamos a preocupar. La señora amigable estaba escribiendo un mensaje en su teléfono, supuestamente a su amiga. Cuando la amiga por fin llegó, Marfil Estrella parecía aliviada. Seguimos a la señora y a su amiga a través de las calles llenas de gente y de inmediato comenzamos a llamar la atención. La amiga quería ir al metro, que estaba un poco lejos, pero dado que el ambiente a nuestro alrededor se volvía cada vez más caótico, la convencimos de que sería mejor tomar un taxi a la estación en donde podíamos tomar el siguiente autobús. Cuando me subí con Marfil Estrella a la parte trasera del taxi, la amiga de la señora me habló al oído lo suficientemente fuerte como para que todos escucharan ¿Ella cree en Dios?, señalando a Marfil Estrella.

El taxi entró a una estructura subterránea de concreto llena de autobuses viejos de Estados Unidos, y Marfil Estrella comenzó a preocuparse de que ninguno tuviera aire acondicionado. Tenía razón, si nuestro plan hubiera sido más flexible, era muy probable hubiéramos ido a otra estación para tomar un autobús con aire acondicionado. Era casi mediodía y ya estábamos sudando ni bien habíamos tomamos nuestros asientos, que eran más pequeños que los anteriores y ofrecían menos espacio personal. El viaje duró seis horas y nos entretuvimos con un joven que iba y venía por el pasillo mostrando fotografías ampliadas de diferentes tipos de parásitos estomacales. Tras sus intentos por convencer a todos los pasajeros de que tenían algún tipo de parásito, prosiguió a recorrer el pasillo vendiendo un remedio que acabaría con ellos; su estrategia era efectiva. En algún punto, un hombre se levantó de su asiento y se sentó junto a Marfil Estrella, se acercó mucho a ella y le habló en voz baja. Yo observaba su lenguaje corporal en busca de cualquier señal de amenaza, pero este se movió después de un rato. Todos sudábamos en medio del calor de la tarde, y el tráfico estaba casi paralizado conforme nos acercábamos a la frontera Guatemala-México. Si no llegábamos antes del crepúsculo, tendríamos que cruzar el Río Suchiate en una balsa de neumáticos por la noche, lo cual era muy peligroso. Tan sólo mes y medio antes, lo había cruzado con otros migrantes bajo la luz del día desde Tapachula hasta Tecún Umán, sin imaginarme que regresaría tan pronto. Las pandillas controlaban ambos lados del río, y nuestro humor no era el mejor pues el tráfico se hacía cada vez más lento, el sol era inclemente y no habíamos comido prácticamente nada durante el viaje. “Tengo miedo de cruzar el río porque hay muchos hombres, la última vez que lo hice comenzaron a gritarme y me asustaron. Es justo ahí donde me invade el miedo”, dijo Marfil Estrella.

Un muchacho nos llevó en su bici-taxi hasta en la orilla del río. Pedaleó con fuerza a través de los lodosos y empinados caminos que conducían a nuestro destino. Estaba muy oscuro y no había nadie. La última vez que crucé había cientos de personas y docenas de balsas. Un hombre y un muchacho salieron de la oscuridad cerca de una balsa y nos hicieron señas. Marfil Estrella se subió primero y se sentó en las tablas de madera que recubrían la balsa, luego subí yo. Todo estaba en silencio excepto por el ruido de la balsa al moverse a través del agua. Nos bajamos de la balsa en cuanto llegamos al otro lado, subimos la colina rápidamente y atravesamos el mercado que conducía a la plaza de Ciudad Hidalgo, Chiapas, donde podíamos tomar un autobús que nos llevara a Tapachula, que estaba a 40 minutos. Acompañé a Marfil Estrella hasta su hotel, su habitación era fría y húmeda, y la pintura se desprendía de las paredes. Nos dimos un abrazo de despedida. Durante los próximos dos meses Marfil permanecería en Tapachula arreglando sus papeles para que le permitieran atravesar México de manera legal.

En un festival local en San Salvador, Karla bromea con sus amigas Nicole, Sadira y Amy, que son mujeres trans, compañeras de cuarto y trabajadoras sexuales.

Pasé los dos días siguientes en autobuses de vuelta a San Salvador, pues había prometido que me encontraría con Karla y tres amigas suyas: Sadira Saldaña, de 30 años; Nicole Rosales, de 20 y Amy Jeilyn Beckers, de 27 años. Las tres eran jóvenes trans trabajadoras sexuales y vivían juntas. Nos encontramos en un parque local y, a medida que caminaban por la tornasolada luz del atardecer, vi como Nicole entrelazó su mano con la de Sadira estrechándola fuertemente. Las tres me hablaron de su vida como mujeres trans y Nicole admitió tímidamente que tenía una relación con Sadira.

Sadira, que era alta, de ojos grandes y de cabello largo y ondulado, tenía siete años cuando le dijo a su familia que quería ser niña; “me quisieron matar primero, después, con el tiempo, me echaron de casa”, explicó. Su transición comenzó a los 12 años, y se inyectó los senos mientras vivía en la calle. “La verdad no sabía, solo me inyecté,” admitió. Cuando le pedí que imaginara su futuro ideal, contestó: “Estudiar leyes, ser una abogada o fiscal, bueno no abogada, mejor fiscal. Actualmente solo vivo día a día, opciones para el futuro no hay”.

Amy llevaba su corto cabello recogido en un chongo apretado y de vez en cuando le gritaba a los hombres que las miraban detenidamente cuando pasaban cerca de ellos, reprendiéndolos por su falta de respeto. Desde muy joven estaba consciente que le gustaban los niños y que disfrutaba usar faldas y tacones. Primero se declaró gay ante su familia, luego se declaró trans. La falta de oportunidades educativas la orillaron al trabajo sexual. “La verdad, si yo supiera que el día de mañana que yo termine mis estudios voy a tener una plaza siendo transexual, estoy segura que lo haría; pero en una sociedad como esta no se puede,” admitió.

Nicole, cuya mirada penetrante estaba enmarcada por sus abundantes pestañas y sus pobladas cejas castañas, tenía 15 años cuando se asumió como mujer trans. Sus padres estaban en prisión en esa época y había heredado su casa. Sin embargo, una pandilla local amenazó con asesinarla si no la deshabitaba, así que terminó quedándose sin un lugar donde vivir. “Para la sociedad se supone que no valemos nada ¿verdad?, pero hay muchas transexuales que han demostrado a la sociedad que sí valemos,” explicó Nicole. En una ocasión trató emigrar hacia Estados Unidos, pero solo llegó hasta Chiapas y de ahí regresó a El Salvador. Tal y como lo vivió Marfil Estrella, se quedó sin dinero y temía ser secuestrada y convertida en víctima de trata. También le preocupaban las pandillas mexicanas, como los Zetas, que eran famosos por andar cazando mujeres trans — muchas de las cuales no habían tenido acceso a una cirugía para conseguir el cuerpo que deseaban— para hacerlas trabajar en sus círculos de prostitución. Nicole platicó sobre cómo los Zetas trataron de reclutar a sus amigas ofreciéndoles pagar por las cirugías plásticas que tanto soñaban. Sin embargo, en realidad se les forzaba al trabajo sexual, básicamente vendiendo y explotando sus cuerpos hasta la muerte. Nicole dijo que no intentaría emigrar de nuevo, y ella y Sadira se fueron del parque tomadas de la mano.

Al igual que Marfil Estrella y Karla, Sadira, Amy y Nicole no habían podido terminar sus estudios de preparatoria, pues vivían en una sociedad en donde a las mujeres trans se les niega el acceso igualitario a salud y educación de manera sistemática. Todas ellas se habían visto orilladas a convertirse en trabajadoras sexuales para sobrevivir, pero no dejaban de soñar con otro tipo de vida. Karla prometió que me presentaría a Bianka Rodríguez, de 24 años, la mujer trans encargada del área de comunicación de Comcavis Trans. Bianka tenía estudios universitarios, lo cual le abría las puertas a otras opciones en la vida.

Bianka, quien está a cargo de las comunicaciones, trabaja en la oficina de Comcavis Trans en San Salvador.

Bianka tenía facciones delicadas, sus ojos eran marrones y estaban enmarcados por cabellos rubios y castaños. Hablaba con suavidad, pero sin dejar de ser precisa. Se sentó con las manos juntas sobre la mesa de la sala de juntas de las oficinas Convavis Trans y comenzó a hablarme de su niñez. “Tenía 5 años de edad cuando descubrí mi identidad de género” dijo. “A esa edad ya mostraba todos los gestos y ademanes de una niña. Mi madre ejercía violencia física y psicológica hacia mí por demostrar mis gestos a una edad tan temprana. Ella siempre me reprochaba que era bastante femenino y que esas cosas para ella eran una aberración; que había tenido un niño, no una niña, y tenía que comportarme como tal.” En 2009, cuando tenía 15 años, Bianka huyó de casa y encontró trabajo en una panadería. Los dueños, una pareja, le prometieron que podría vivir con su identidad de mujer y le ofrecieron un lugar donde quedarse. Sin embargo, al mudarse con la pareja, la forzaron a dormir en una alacena y, básicamente, la esclavizaron. “Mi cama en ese entonces fueron los sacos de harina para elaborar el pan francés y los de azúcar me servían como almohada” recordó Bianka. Dado que no tenía ningún otro lugar a donde ir, continuó trabajando todos los días desde las 4 a.m hasta las 11 p.m durante dos años. Cuando logró escapar, Bianka trató de presentar cargos contra la pareja por no haberle pagado, pero ellos amenazaron con hacer daño a su familia y ella desistió.

Tiempo después, alentada por su abuela, Bianka continuó sus estudios. Cuando se inscribió en la preparatoria se le informó que tendría que cortar su largo cabello rubio, teñirlo de castaño y usar pantalones deportivos. Puesto que su meta era estudiar, aceptó las condiciones. Después de graduarse, entró a la universidad y se metió a la carrera de ingeniería industrial. Sin embargo, el profesor a cargo del departamento de ingeniería le dijo que no permitiría que una mujer trans se graduara, por lo que se vio forzada a cambiar de carrera, y terminó estudiando ciencias de la comunicación.

Al terminar la universidad trabajó en un programa de alfabetización para adultos en su pueblo natal, Cuscatancingo. “Apoyé a mi comunidad y siempre anduve en la lucha, ahí también fue donde descubrí mi potencial de lucha para la defensa de los derechos. Después de eso tomé el reto de ser una voluntaria en Comcavis, y ahora lidero el área de comunicación como directora,” dijo. La diferencia entre la vida de Bianka y la de Marfil Estrella hace patente el poder de la educación y del apoyo de la familia. Antes de emigrar a México, Marfíl Estrella les dio un consejo a las niñas y mujeres trans: estudien tanto como sea posible; “creo que ya llegué a una edad que si empiezo a estudiar ahora termino a los 60. Les aconsejé que siguieran estudiando, que lucharan por estudiar, porque sólo así se puede salir adelante”, comentó.

Mientras platicaba con Bianka, un joven barbudo se detuvo para presentarse con el nombre de Gabriel Escobar “¿Me quieres entrevistar?” preguntó. Gabriel es un hombre trans de 22 años que trabaja en Comcavis ayudando a llevar un registro de los casos de violencia en contra de la comunidad LGBTI en El Salvador. Cuando le pregunté sobre su transición de mujer a hombre, dijo: “Mis amigos me felicitaron. En mi casa nadie me dice nada, no lo mencionan, es como que ‘déjenlo ser’, y en la colonia tampoco nadie me dice nada. En cambio, se que si fuera una chica trans ya habría pasado algo. Es más fácil para nosotros ser hombres trans por la misma ideología que tiene el país sobre los hombres y la masculinidad. En cambio, para ellos, que un hombre sea o quiera ser mujer es como humillante y degradante, pero para nosotros no.”

Gabriel, quien comenzó como interno en Comcavis Trans, ahora es un empleado de tiempo completo.

Rodríguez asentía cada vez que Gabriel hablaba y añadió: “Entonces es distinto, como decía Gabriel, pues a él lo felicitaron porque era del sexo débil al sexo fuerte”. Gabriel dijo que planeaba estudiar psicología en la universidad con el fin de “poder apoyar a las chicas y a los chicos trans”. Cuando era niña sus padres lo mandaron al psicólogo, y este le dijo que estaba mal que se sintiera varón. “No saben cómo abordarte a vos como trans. Yo quiero cambiar eso de la realidad”, comentó Gabriel. También dijo que esperaba que en el futuro el gobierno de El Salvador no solo le proporcionara a la población trans cobertura médica para los tratamientos hormonales, sino que la ley que regula la identidad de género se modificara para que las personas trans pudieran cambiar su nombre en sus documentos legales. Cuando los empleadores descubrían que la expresión de género de una persona no concordaba con su nombre de nacimiento, casi siempre se originaban situaciones de discriminación laboral. “He tenido un poquito de suerte porque nunca he sufrido de violencia. No he sufrido tanta discriminación,” añadió Gabriel.

Bianka, cuyo rostro aparece en los posters de Comcavis Trans creados para abogar por un cambio en la ley de identidad de género, también esperaba que el estado respetara y protegiera sus derechos legales de vivir su identidad de manera plena. Hasta ese momento ella, Karla, Gabriel y otros miembros del personal no solo abogaban por una legislación que respetara sus derechos, también ayudaban a salir del país a miembros de su comunidad que habían sido víctimas de violencia. “Apoyamos a las personas LGBTI que lo deciden. No las incitamos a migrar, sino que les explicamos cuál es el proceso de migración, reciben una primera asesoría sobre lo que ellas quieren hacer y a lo que se van a enfrentar. En la mayoría de los casos son mujeres trans en peligro que se ven altamente obligadas a migrar para proteger su derecho a la vida”, explicó Bianka.

Bianka tomados de la mano con su abuela.

Con el objeto de desafiar la ley de identidad de género, Comcavis Trans ayudó a Alessandra Jiménez, mujer trans de 32 años originaria de Zacatecoluca, El Salvador, a preparar un caso que expondría ante la Suprema Corte. Después de haber vivido en Milán durante 11 años, Alessandra regresó a su país en agosto de 2017 para presentar dicho caso. Sobre su niñez en El Salvador dijo: “Tenía 7 años cuando estaba cursando mi primer grado en la escuela aquí en el Salvador y un día, conversando con mi amiga, dije: ‘bueno, yo hubiera querido nacer mujer’”. Posteriormente, cuando tenía 19 años, una de sus amigas –otra mujer trans– fue víctima de asesinato. Ante lo ocurrido, decidió emigrar a Italia con el apoyo de su familia que, dicho por ella, siempre habían querido verla vivir en paz. Después de su relato, Alessandra externó que deseaba que sus compatriotas salvadoreños entendieran que “nacimos en un cuerpo que nosotros no quisimos, pero somos personas que demostramos lo que valemos”.

Aunque Karla ha ayudado a preparar casos similares que desafían las leyes, esta vez se sentía preocupada. Sabía que la corte enviaría a Alessandra a una degradante evaluación médica para confirmar que se había sometido a una cirugía de reasignación de sexo. “Las mujeres trans se están yendo del país por diferentes razones, no solamente por discriminación familiar, también es por falta de cumplimiento del Estado, por falta de garantías, de leyes que garanticen los derechos humanos de estas personas; falta de oportunidades de superación, de estudio, de trabajo”, explicó. “En algunos casos, los intentos de asesinato, persecución y extorsión vienen de agentes uniformados. Además, actualmente las pandillas han empezado a hablar de un exterminio de personas de la comunidad LGBTI”. Karla conoce bien este tipo de amenazas ya que, debido al incremento de las amenazas de muerto, ella misma solicitó asilo en Suiza, mismo que le fue otorgado.

Tres meses después de haber salido de El Salvador, Marfil Estrella me escribió por Facebook. Había llegado a la Ciudad de México, pero se había quedado sin dinero y quería preguntarme si podía prestarle un poco. Le mandé las páginas web de organizaciones que ayudaban a los migrantes, y aunque sabía bien que la mayoría habían rechazado a las mujeres trans, tenía la esperanza de que encontrara el apoyo necesario para continuar su viaje. El 19 de octubre de 2017, Marfil Estrella cruzó la frontera en San Isidro y solicitó asilo en Estados Unidos. Me llevó varias semanas confirmar que la habían llevado al Centro de detención de inmigrantes de Santa Ana. Debido a la resolución tomada recientemente por la Suprema Corte de negar audiencia de fianza a migrantes, que básicamente se traduce en una detención por tiempo indefinido, no se tenía certeza alguna de cuánto tiempo estaría detenida Marfil Estrella ni cuándo se revisaría su solicitud de asilo.

La única manera para comunicarme con ella era escribiéndole una carta con la esperanza de que la recibiera y me llamara. En el centro de detención no estaba permitido recibir llamadas del exterior, así que lo único que podía hacer era esperar. El 4 de abril de 2018, mi teléfono sonó y pude escuchar a Marfil Estrella a través de la línea entrecortada. Su voz no era más que un tenue susurro, le pregunté si estaba bien. Me dijo que entre los meses de octubre y enero la habían llevado a la sección de hombres del centro de detención, y que durante ese período había sido blanco de violencia. En Febrero la habían cambiado a una celda que compartía con una compañera trans. “No se cuándo voy a salir de aquí”, dijo Marfil Estrella, hablaba tan bajo y con tanta tristeza que apenas y pude escuchar lo último que me dijo. La llamada se cortó justo cuando estaba a punto de responderle; la línea estaba muerta.

En mayo de 2018, la corte le concedió a Marfil Estrella una fecha para su audiencia de asilo. Se plantó ante el juez enfundada en el uniforme del centro de detención y con unos zapatos deportivos blancos y relucientes, y contó la historia que la había llevado a huir de El Salvador: “Sabía que si me quedaba iba a perder la vida”. Después de su testimonio, el juez se quedó meditativo un instante y finalmente respondió: “Te otorgó el asilo porque considero que tu testimonio es creíble. El gobierno no fue capaz o no quiso protegerte de esos actos de violencia en El Salvador”. Cuando Marfil Estrella salió de la sala de audiencia, su largo cabello ondeaba en el aire y la cicatriz de su cuello apenas y se notaba, era la respuesta de una vida que resistió a la violencia.

* * *

Alice Driver es una periodista y traductora freelance con sede en la Ciudad de México. Ella es la autora de More or Less Dead, y ella es un 2017 Foreign Policy Interrupted Fellow. Su trabajo ha aparecido o está por venir en The New York Times, Outside Magazine, The Atlantic, Oxford American, Lenny Letter, The Guardian y Pacific Standard.

Editor: Mike Dang
Fotógrafo: Danielle Villasana
Comprobador de hechos: Matt Giles
Editor de copia: Jacob Gross
Traductora: María Ítaka



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